30 de diciembre de 1864
Contestación del Emperador Maximiliano a la protesta de los arzobispos y obispos de México contra las medidas adoptadas por el primero, sobre la cuestión de los bienes eclesiásticos.
(Sres. Arzobispos de México y de Michoacán y Obispos de Querétaro y Tulancingo)
Señores: He leído con gran interés vuestra exposición de 29 de Diciembre último, y la he examinado con la profunda atención que me exijen mis deberes de soberano.
En ella dirijís, si bien en términos respetuosos, recriminaciones á mi gobierno, queriendo compararle con anteriores gobiernos de triste recordación, y tratáis después, ignorando, como en más de una ocasión lo habéis dado á entender, el estado de las últimas negociaciones relativas á los asuntos eclesiásticos.
Yo desearía que esta cuestión no la hubieseis juzgado tan severa y temerariamente, sin haberla antes estudiado en todos y en cada uno de sus detalles. La calma, la reflexión y la humildad y dulzura, son la mejor prenda y el mejor adorno de una dignidad de la Iglesia. Ignoráis lo que ha pasado en Roma entre uno y otro soberano; no habéis asistido á las negociaciones y conferencias que han mediado con el nuncio, y no podéis por lo tanto, juzgar de parte de quién se halle la razón, de parte de quién proceden las usurpaciones, si es que acaso las ha habido. Como buen católico y soberano fiel á sus deberes, yo debo correr el velo sobre ciertas cosas, dejando á Dios y á la historia el cuidado de justificar mis actos, pero quiero al mismo tiempo contestar á algunos puntos de vuestra exposición.
Hace seis meses que mi gobierno esperaba, y con razón sobrada, un nuncio con amplios poderes para terminar el lamentable estado en que las cosas se encontraban, por medio de sanas y enérgicas reformas conformes con el sentido del verdadero catolicismo; y era tanto más fundada esta esperanza de mi gobierno, cuanto que mi ministro de Estado había enviado, por orden mía, una nota apremiante á. Roma, exponiendo con laudable franqueza la situación violenta y difícil en que se encontraban los asuntos eclesiásticos, y la imprescindible y dura necesidad en que nos veíamos de dar una solución por nosotros mismos, si no tenia lugar un pronto y satisfactorio arreglo, que todos deseábamos. Esta nota, como todo el mundo sabe, llegó á Roma mucho antes de la salida del nuncio.
Con la esperanza de un arreglo tan inmediato como deseado, recibimos al nuncio con distinciones y deferencias, rara vez concedidas e á un dignatario de la Iglesia ni á ningún embajador. Yo hice entonces lo que no acostumbran generalmente hacer los soberanos: invitar al nuncio á poco de su llegada á esta capital á una larga conferencia. En ella le manifesté con la mayor franqueza, y podía decir e mejor, con toda confianza, aquellos puntos en que mi gobierno podría mostrarse condescendiente, y en los que por el contrario, no podría dar nunca su asentimiento. Estos puntos me habían sido marcados por mi deber y mi conciencia, después de un estudio minucioso y atento del estado de cosas en el Imperio de Méjico. El nuncio fué en esta conferencia bastante esplícito: declaró que tenía poderes para resolver algunos de aquellos puntos, y que los demás para los que él no se hallaba facultado, se arreglarían en Roma.
Mi más ardiente deseo le veía en gran parte realizado; y conociendo la marcha lenta y pesada de los asuntos en Roma, supliqué al nuncio concertara de acuerdo con mi ministro de Gracia y Justicia, un medio que, entretanto se daba una solución definitiva á los asuntos pendientes, tranquilizase á la nación, y le diese un testimonio de nuestra paternal solicitud y del buen deseo de nuestro gobierno.
En su primera conferencia con mi ministro, el nuncio se espresó de la misma manera que lo había hecho conmigo, y nuestro gobierno abrigaba las más halagüeñas y dulces esperanzas. Veinte y cuatro horas después de esta conferencia, y contradiciendo abiertamente cuanto había manifestado en la anterior, el nuncio declaró que no tenia poderes, y así lo manifestó luego terminantemente al ministro de Estado en una carta concebida en términos bien estraños é irrespetuosos, confiando sin duda en nuestra indulgencia. Faltaba, pues, el concurso de los dos poderes. ¿Cómo hacer sin este concurso un arreglo ó concordato cualquiera? Después de este inesperado acontecimiento, nuestro gobierno que tiene la conciencia de su dignidad y de sus deberes, no podía esperar tres meses para exponerse á un desengaño igual, y dejar sin resolver cuestiones de interés vital para el país; y sobre todo, que el gobierno no pretendía nada que ya no se hubiese practicado en otros países católicos con la aquiescencia de la Santa Sede.
La gran mayoría de la nación exije y tiene derecho á exijir esta solución, y en este punto, yo estoy seguramente en situación de juzgar con más acierto que el Episcopado, porque acabo de recorrer la mayor parte de vuestras diócesis, entretanto que vosotros permanecéis tranquilos en la capital después de vuestro destierro, sin que os importe el estado de vuestras diócesis. Por todo esto, y después de un maduro y detenido examen, después de haber consultado mi conciencia, después de haber oído el parecer de eminentes teólogos, me decido por un acto que en nada perjudica al dogma de la religión católica, y que asegura en a cambio á nuestros conciudadanos la garantía de las leyes.
Quiero, antes de terminar, llamar vuestra atención sobre un error en que habéis incurrido en vuestra exposición. Decís que la Iglesia mejicana no ha tomado parte nunca en los asuntos políticos. ¡Pluguiera á Dios que así fuese! Pero desgraciadamente tenemos testimonios irrecusables, y en gran número por cierto, que son una prueba bien triste, pero evidente, de que los mismos dignatarios de la Iglesia se han lanzado á las revoluciones, y que una parte considerable del clero ha desplegado una resistencia obstinada y activa contra los poderes legítimos del Estado.
Convenid, mis estimados obispos, en que la Iglesia mejicana, por una lamentable fatalidad, se ha mezclado demasiado en la política y en ¡os asuntos de los bienes temporales, olvidándose en esto y despreciando completamente las verdaderas máximas del Evangelio. Sí; el pueblo mejicano es piadoso y bueno, pero no es católico en el verdadero sentido del a Evangelio, y ciertamente que no es por su culpa. Ha necesitado que se le instruya, que se le administren los Sacramentos gratuitamente como manda el Evangelio; y Méjico, yo os lo prometo, será católico. Dudad, si queréis de mi catolicismo: la Europa conoce ha mucho tiempo mis sentimientos y creencias; el Santo Padre sabe como pienso; las Iglesias de Alemania y de Jerusalem, que conoce como yo el arzobispo de Méjico, atestiguan mi conducta sobre este punto. Pero buen católico como yo lo soy, seré también un príncipe liberal y justo.
Recibid la espresión, etc.-MAXIMILIANO.
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